Indicios de un bosque
Hay un volcán dormido que se alcanza a ver desde cualquier punto de mi ciudad de origen. Dicen que está apagado; su explosión más reciente…
Hay un volcán dormido que se alcanza a ver desde cualquier punto de mi ciudad de origen. Dicen que está apagado; su explosión más reciente fue hace 3000 años. Mucha gente piensa que es un monte. Su cubierta de magma es ignorada debido a su persistente calma. Hace mucho se llamaba Matlalcueitl: nombre de una deidad asociada a Tláloc y al culto al agua. Para evitar este paganismo, los españoles lo denominaron Sierra de Tlaxcala. Pero las reminiscencias divinas llevaron a los tlaxcaltecas a decirle “Malinche”.
Nuestro volcán estuvo cubierto de bosque. En la parte más baja había encinos, más arriba pinos y oyameles, en lo alto, pastizales. Ahora está deforestado.
Malinche fue la primera traductora de la América hispana. A lo largo de su vida, ella también tuvo varios nombres. Sus padres le pusieron Malinalli, nombre de una diosa de la hierba. Después, cuando fue vendida como esclava, fue Malintzin: prisionera noble. Cuando la entregaron, junto con otras diecinueve mujeres, a Hernán Cortés, su nombre cambió a Marina.
La estructura geológica más grande en Tlaxcala tiene el nombre de una mujer.
Hasta la fecha, las mujeres en mi localidad siguen siendo vistas como objetos de cambio. Como mercancía. Por eso, a lo largo de la carretera que nos une con el estado vecino, se encuentran varios pueblos famosos por sus lenones: hombres que obligan a mujeres a ser trabajadoras sexuales. Se llama trata de personas.
Resulta que a Marina se le facilitaban los idiomas. Sabía maya, náhuatl, y aprendió español en poco tiempo. Me la imagino como una mujer intensamente morena, de movimientos ágiles, pelo largo y negro, ojos oscuros y mirada inteligente. Me la imagino callada, escuchando las palabras de los extranjeros. Aprendiendo otro idioma para sobrevivir. Adaptándose para sobrevivir. Mostrando a Cortés las costumbres y las maneras de los pueblos indígenas. Advirtiendo de una emboscada planeada por un pueblo enemigo. Negociando en nombre de los españoles.
Algunas ficciones románticas dicen que Marina se enamoró de Cortés.
O la justifican, diciendo que ella quería liberar a varios pueblos indígenas del yugo de los aztecas.
Su nombre se volvió un adjetivo peyorativo: ser malinchista es preferir lo que viene de afuera.
Ella es considerada la culpable por excelencia de la conquista y colonización española.
En los códices, no hay figura de Cortés que aparezca sin Marina. Pero a veces aparece ella sola, hablando a un pueblo entero. Ella convirtió a muchos indígenas a la religión católica.
Culpan a una mujer de 27 años de una masacre. Aunque sus manos nunca tocaron un arma. No culpan a quienes la entregaron a unos extraños ansiosos de oro y poder.
Ni a las jerarquías indígenas, enfrascadas en una violenta lucha por territorios desde hacía cientos de años.
Ella tuvo la culpa, dicen.
Una mujer siempre tiene la culpa.
El lugar de donde vengo está cubierto de pavimento y rodeado de monte. Lo atraviesa un río sucio. Pero ni los autos ni los centros comerciales ocultan los indicios de que alguna vez ahí hubo un bosque. Por ejemplo, el viento helado en las noches. El mismo frío que hace en la Malinche, el lugar desde donde sale el sol todos los días. El volcán dormido es un recordatorio: La peor traición es odiarte a ti misma. Al color de tu piel, a tu manera de ser mujer, a las palabras que salen de tu boca. Lo escribió Anzaldúa: “Yo no vendí a mi gente. Mi gente me vendió a mí”.
*Este texto fue escrito durante el programa de escritura creativa Under the Volcano, al que asistí gracias a la beca La Página Dorada.